Muy nerviosa, estaba sentada en un avión de Air France, que me llevaría a vivir uno de los viajes más hermosos de toda mi juventud. A mi lado se encontraba mi abuela, con apenas 70 años de edad. A penas digo porque, a esa mujer, le harían falta muchos años más, para hacer todo lo que quiere.
Aterrizamos en París, en el aeropuerto Charles de Gaulle, y ahí sentí algo increíble. Nos enfrentábamos a la difícil tarea de trasladarnos hacia el centro de la ciudad en tren. Habíamos tenido algunas recomendaciones de mi tía, pero no nos acordábamos mucho. Así que luego de tomar varias escaleras mecánicas, llegamos a una larga fila en la que, en mi no tan pobre inglés, verificamos si esa era la correcta. Muy segura de mí misma, compré dos boletos hacia el centro de la gran metrópolis francesa. Y cuando salí de la estación subterránea y vi que habíamos llegado al Barrio Latino, se me llenó el cuerpo de felicidad, a pesar de que estaba agotada.
Caminando, llegamos al hotel en el que teníamos reserva, nos pusimos ropa de verano y salimos. Eran las diez de la mañana. Llegamos de vuelta al hotel a las ocho de la noche. Uno de los mejores días.
Continuará…
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